¿Para qué sirve esa cultura, si en el año 1930, después de una guerra catastrófica como la de 1914, se discute un problema que debía causar espanto? Salvo los que se han escrito sobre esta última guerra. Ella se había enamorado, cuando impúber, de un primo suyo, paliducho y enclenque, con quien estaba en secreto comprometida; luego aparecí yo, y alarmado el vejete por el riesgo de que le birlara la prenda, multiplicó las cuantiosas dádivas y estrechó el asedio, ayudado por la parentela entusiástica. Otra, hace una parodia de la carta que me fue escrita por el «adolescente que estudiaba lógica», agregando: «dígale al dibujante que reproduzca el diseño que ilustraba esa nota, agregando a las víboras y a los sapos, un puñado de rosas». Y lo más que puede encontrarse en un libro es la verdad del autor, no la verdad de todos los hombres. Cree que lo que escribió es verdad por el hecho de haber¬lo escrito él.
Desde allí percibimos que la ramada estaba en silencio y que un gran fogón esclarecía el patio. Pienso que todos estos lectores se parecen por la identidad del impulso; pienso que el trabajo li¬terario no es inútil, pienso que uno se equivoca cuando sólo ve maldad en sus semejantes, y que la tierra está llena de lindas almas que sólo de¬sean mostrarse. El jaco, desfondado, me descargó con rabioso golpe y huyó enredándose en las entrañas, camisetas futbol hasta que el cornúpeto embravecido lo ultimó a pitonazos contra la tierra. Describió grandes pistas a brincos tremendos, y tal como pudiera corcovear un centauro, subía en el viento, pegada a la silla, la figura del hombre, como torbellino, del pajonal, hasta que sólo se miró a lo lejos la nota blanca de la camisa. La bóveda del cráneo y la mandíbula que la sigue faltaban allí, y solamente el maxilar inferior reía ladeado, como burlándose de nosotros. Rabiosos, entre el vocerío de los espectadores que ofrecían «gabelas», se acometieron una y otra vez, se cosían a puñaladas, se prendían jadeantes y donde agarraba el pico, entraba la espuela, con tesón homicida, entre el centelleo de los plumajes, entre el salpique de la sangre ardorosa, entre el ruido de las monedas en el estadio, entre la ovación palmoteada que hizo la gente cuando vio rodar al canaguay con el cráneo abierto, sacudiéndose bajo la pata del vencedor, que erguido sobre el moribundo, saludó a la victoria con un clarineo triunfal.
La gente recibe la mercadería y cree que es materia prima, cuando apenas se trata de una falsificación burda de otras falsificaciones, que también se inspiraron en falsificaciones. La gente que hasta experimenta difi¬cultades para escribirle a la familia, cree que la mentalidad del escritor es su¬perior a la de sus semejantes y está equivocada respecto a los libros y respec¬to a los autores. Usted leerá por curiosidad libros y libros y siempre lle¬gará a esa fatal palabra terminal: «Pero sí esto lo había pensado yo, ya». No se engañe a sí mismo. Si usted quiere formarse «un concepto claro» de la existencia, viva. Leído, desgraciadamente, mucho. Si hubiera un libro que enseñara, fíjese bien, si hubiera un libro que enseñara a formarse un concepto claro y amplio de la existencia, ese libro estaría en todas las manos, en todas las escuelas, en todas las universida¬des; no habría hogar que, en estante de honor, no tuviera ese libro que usted pide. Yo entendí que ese desierto tenía algo que ver con mi corazón. A impulsos de tan favorables circunstancias se vieron salir de la nada todas las poblaciones que adornan hoy esta privilegiada mansión de la agricultura de Venezuela.
Y tengo amigos de todas las edades. Las de nuestro negocio con Franco. Sin gritos ni lamentos las mujeres se dejaban asesinar, y el varón que pretendiera vibrar el arco, caía bajo las balas, apedazado por los colosos. Se experimenta el desconcierto de que numerosos ojos le están mirando, porque siempre que uno ha escrito una carta, y sabe que debe haber llegado, piensa lo siguiente: «¿Qué habrá dicho de lo que le escribí?» Efectivamente, uno no sabe qué decir. Hasta se me ocurre que podría existir un diario escrito únicamente por lectores; un diario donde cada hombre y cada mujer, pudiera expo¬ner sus alegrías, sus desdichas, sus esperanzas. Además, aquel hombre me tenía miedo. Antes que terminase, con esguince colérico, le zafé a Alicia uno de sus zapatos y lanzando al hombre contra el tabique, lo acometí a golpes de tacón en el rostro y en la cabeza. Después lo derrotaron, tuvo que asilarse en Colombia y me abandonó por aquí. Para escribir un libro por año hay que macanear. Hay que escribir. En Europa los autores tienen su público; a ese público le dan un libro por un año. Si ese hombre honrado existe, yo me dejo crucificar.
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