De allí que los relojeros actuales sientan en sus almas esa especie de nos¬talgia del prestigio que les rodeó en tiempos de la clavícula del Rey Salomón. La Audiencia de Santo Domingo no pudo mirar con indiferencia un asunto que el Rey tenía puesto bajo su inmediata protección, y envió en calidad de pesquisidor al licenciado Diego de Leguizamón en 1588. La materia de su pesquisa era por desgracia tan trascendental y funesta al país, como útil a las miras del juez, que no quería perder su tiempo. La niña Griselda lo acompañó hasta el caño, y allí se detuvo más tiempo del que requiere una despedida. Después que me aparté del latoso relojero, equipaciones de futbol baratas me quedé pensando en este gremio misterioso y dueño del tiempo. No obstante, lo hicieron salir del grupo refunfuñando, y lo encerraron en la cocina. A guisa de quitasol llevaba sobre el sombrero una chalina blanca, cuyos extremos empapaba en llanto cada vez que la afligía el recuerdo del hogar. No sé si se han fijado en el fenómeno; pero to¬dos aquellos que tienen un pantalón calafateado, emparchado o taponado, que según las averías del traje se puede definir el género de compostura, re¬miendo, parche o zurcido; todos aquellos que tienen un traje averiado sobre las asentaderas, meditan con semblante compungido en la brevedad del im¬perio del sobretodo.
Si siempre hiciera frío, la gente podría prescindir de los sastres y hacerse un traje cada cinco años. El que más labura es aquel que hace diez años fue cartero. Después de haberse tirado durante veinticinco años a la bartola. Y parándose ante mí -agregó con picaresco descaro-: ¡ A mí me ha pasado lo mismo. Y los astrólogos del pasado conocían este arte mecánico y casi mágico. Por fin, el tentador de Satanás, el Tirteafuera moderno, el latoso que en tiempos de Don Quijote fue a tomarle el pelo a Sancho a la hora de almorzar; por fin, el charlatán enemigo de Dios, de los hombres, y del reposo, se resuelve a irse después de dos horas, de dos espantosas horas de lata con gestos, guiños de ojo, posturas de opereta italiana y expresio-nes de conspirador. A las veinticuatro horas caía la damnificada con un tendal de rece¬tas, y, entonces, el alquimista de verdad (pues convierte el agua del pozo en oro) le decía: -¿Ha visto, señora, cómo yo tenía razón en decirle que se hiciera revisar del médico? Y he pensado en el hombre del umbral; he pensado en la dul¬zura de estar sentado en mangas de camiseta en el mármol de una puerta.
Créalo, amigo: un hombre sincero es tan fuerte que sólo él puede reírse y apiadarse de todo. Y lo más que puede encontrarse en un libro es la verdad del autor, no la verdad de todos los hombres. Decí que abogo por la abolición del régimen del laburo diurno, que te impide darte unos buenos fomentos al sol y unas sabrosas panzadas de oxígeno. ¿Qué misterio redimía su alma cuando me consentía con avergonzada ternura, como cualquier mujer de bien, como Alicia, como todas las que me amaron? Y me quedé pensando, porque más de una vez, recorriendo las calles, me detuve, perplejo, ante un portal, mirando un sujeto que casi siempre tenía con¬dición israelita, y que con un tubo negro en un ojo, remendaba relojes como quien echa medias suelas a un botín. Ante todo se necesita la paciencia de un beato o de un angélico, para ape¬chugar con tanta minucia y preocuparse de que ande bien por cierto tiempo, nada más.
Sí, replicas camisetas futbol señor. Ponga usted por ejemplo a un hombre que antes de ser re¬lojero ha trabajado de herrador de caballos. Mientras don Rafo encendía fuego, me retiré por los pajonales a amarrar los caballos. Entonces lanzáronse los caballos sobre el desbande, por encima de jarales y conejeras, con vertiginosa celeridad, y los fugitivos se fatigaron bajo el zumbido de las lazadas que abiertas cruzaban el viento para caerles en los «cachos». Si hay un oficio raro es indudablemente el de relojero, ya que los reloje¬ros no parecen haber estudiado para relojeros sino que han aparecido sobre el mundo conociendo la profesión. Al contrario; el oficio abunda tanto que para darse cuenta de ello no tiene más que leer las páginas de avisos de los diarios. A todos los que quieran escuchar le cuenta la historia. Y es que en el fondo el trabajo de componer relojes es un trabajo filo¬sófico.
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